La reciente controversia en torno a la feria judicial me resulta una película conocida. ¿Saben qué? Si en el país existen castas, el Poder Judicial del Cantón bien podría encabezar la nómina. Los jueces gozan de beneficios que harían sonrojar a cualquier monarca: inamovilidad en el cargo, horarios flexibles, licencias generosas; la mayoría de ellos disfruta de excepciones impositivas, además de un poder de fuego institucional que les permite, entre otras cosas, blindarse ante críticas externas. Los conozco.
La feria judicial, que este año suma unos 52 días, es la muestra más acabada de una tradición corporativa que se resiste a los vientos de cambio. Y, como si fuera poco, el Superior Tribunal, con la Acordada 172/25, redujo el horario de atención durante la feria a tres horas diarias. Un récord de productividad, si usted lo mira con los ojos de la ironía.
El primero que me contó los ritos y privilegios de esa casta pulcra e inamovible fue el doctor Luis Vicente Thomas, el Negro Thomas para quienes tuvimos la suerte de estar entre sus amigos. Sucedió a principios de 2003: él presidía el Colegio de Abogados y quien suscribe corría para la escudería de Misiones On Line. Había ido a golpearle la puerta a pedido de un mentor que tuve de joven. Cuando me hizo pasar, fui al grano y le expliqué que Marcelo Almada me había asignado la sección de Judiciales y que necesitaba aprender el paño. El Negro encendió un cigarrillo y, con la paciencia de los grandes maestros, me enseñó cómo traducir un expediente judicial al vulgo, sin necesidad de pasar vergüenza frente a los doctos del derecho.
El resto lo aprendí gastando suela de zapatos por los pasillos de los tribunales de Comodoro Py, de la avenida de Los Inmigrantes o los de la calle Talcahuano, entre otros tantos. Compré diccionarios jurídicos, códigos, hasta tratados, todo para entender el expediente de cualquier fuero. Pero lo que más me interesaba era intentar comprender el pensamiento de las partes del proceso, especialmente las de su señoría. Lo que intento decir es que llevo más de dos décadas hablando con magistrados de todas las instancias, fiscales, defensores y con cada miembro del engranaje, incluyendo sus operadores. Sé lo que les digo.
Y aunque mi primo el juez se enoje y mis compañeros de promoción que usan toga no me saluden para estas fiestas, les voy a decir que no hay épica en la burocracia. Y menos todavía en la que, desde un aire acondicionado y un sillón bien tapizado, mira por encima del hombro al mundo real. No exagero.
Volviendo a la controversia, es lógico que el Colegio de Abogados —la única voz que parece recordar que el Poder Judicial, aunque a veces lo olvida, es un servicio público— haya puesto el grito en el cielo. Pide acortar la feria, ampliar los horarios, que la justicia funcione como debe funcionar: para las personas. No para los expedientes muertos ni para la comodidad de quienes confunden la función con el privilegio. Y hace bien el Colegio en reclamar. Porque, como marca la Constitución provincial, integra el Jurado de Enjuiciamiento, tiene el deber y el derecho de ser contrapeso y actor crítico. Sin ese rol, la casta judicial sería aún más blindada, más hermética, más tentada de perpetuarse. ¿Será por eso que quieren eliminar los colegios a nivel nacional?
Y es que los jueces en Misiones, a menos que una tormenta política decida lo contrario, permanecen en sus cargos hasta la jubilación. Nadie los mueve. Nadie los incomoda. La estabilidad es virtud, dicen, pero cuando deviene en inercia, se transforma en obstáculo. Porque el Poder Judicial, no lo olvidemos, es el único que puede privar a las personas de sus derechos más esenciales: la libertad, la propiedad, la dignidad. No es poca cosa; es por eso que sobre sus espaldas pesa una exigencia superior: legalidad, diligencia, transparencia, publicidad de los actos.
El gremio judicial, por su parte, defiende lo suyo con argumentos que no carecen de lógica: descansar para no enfermar, evitar el estrés, preservar la salud y la continuidad del servicio. Nadie pide jueces exhaustos ni empleados derrumbados. Pero hay un límite: la justicia no puede ser un castillo amurallado donde solo importa el bienestar de quienes lo habitan y el ciudadano espera afuera, empapado y sin respuestas. La experiencia enseña que ampliar horarios no resolvió nada, que el sistema está atrasado, que se requieren reformas profundas: digitalización, agilidad, procesos modernos, y no más días de fiesta.
Las demandas salariales no son un capricho. El deterioro económico es real, los empleados judiciales la pasan mal, los contratos son una trampa de inestabilidad. El reciente reclamo de aumento no es solo una cifra, es un reflejo de la crisis que cruza todo el Estado. Pero el remedio no puede ser clausurar el servicio o aislarse en la burbuja de los propios problemas. Porque la justicia, repito, es para las personas, no para sí misma.
El Poder Judicial, a veces tan rápido para blindarse, se muestra lento para autolimitarse y abrirse a la crítica. Cuando la prensa molesta, la reacción es el cerrojo, la cautelar, el bozal —como en Tucumán—. Pero la libertad de expresión es el oxígeno de la democracia y todo intento de cercenarla huele a prebenda mal digerida, a miedo a la luz. Si la justicia quiere respeto, debe dar ejemplo. Si quiere independencia, que la ejerza con transparencia.
Misiones, como tantas otras provincias, pide a gritos una reforma judicial seria, que involucre desde la digitalización total de los expedientes hasta una revisión profunda del sistema de enjuiciamiento. El modelo actual es un engranaje oxidado que solo gira cuando la casta lo permite. Ya es hora de cambiar.
El ciudadano, al final, es el gran ausente y el verdadero destinatario. Merece una justicia bien paga, sí, pero sobre todo merece una justicia que funcione como la de cualquier país serio. El Superior Tribunal debe entender que la ley no es excusa para el privilegio, sino mandato de ejemplo.
En suma, la cuestión de la feria judicial en Misiones es el síntoma de una enfermedad mayor: la casta judicial y su resistencia. Los reclamos sectoriales revelan la necesidad de discutir en serio el servicio de justicia, de abrir el juego al control ciudadano y de exigir transparencia. Un Poder Judicial bien remunerado pero sometido a reglas claras y exigentes debe ser el norte. La modernización no es una opción: es una obligación. El Colegio de Abogados, en su rol crítico, debe seguir incomodando, denunciando y exigiendo. Los periodistas debemos resistir la tentación del silencio. Y los ciudadanos, jamás resignarse. 🂱
