Así se vive, padece y combate el horror
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Por Fernando Oz
Algunos arrastran valijas y pesados bártulos, otros no llevan más que lo puesto, pero todos los refugiados que se encuentran en la estación de buses de Varsovia cargan en sus ojos la incertidumbre de quienes huyen de la guerra. La mayoría son mujeres, de todas las edades, también hay niños, bebés, ancianos, perros y gatos. Toman todo lo que se les ofrezca, siempre y cuando sea gratis: té, café, sopa caliente. Se los ve cansados, es una fría tarde gris. Son malos días, muy malos, sobre todo para los que aún siguen en Ucrania. En menos de veinte días, Rusia había tomado varias ciudades, bombardeado otras tantas, y las noticias que llegaban desde Kiev no eran alentadoras. Miles de personas buscan cruzar cualquier frontera que se encontrara al oeste: Polonia, Moldavia, Hungría, Eslovaquia o Rumania, daba igual.
Escapar de la tragedia es racional, la humanidad lo ha venido haciendo a lo largo de toda su historia. Sin embargo, en el micro en el que me encontraba rumbo a Ucrania no había una butaca desocupada. Hay médicos, voluntarios que buscarán sumarse a las defensas territoriales, y otros que deciden regresar porque no consiguieron resignarse al exilio. Un chico de unos cuatro o cinco años juega con la réplica de un pequeño avión de combate. En otro asiento, una hermosa bebé duerme entre los brazos de su madre.
Cinco horas después unos agentes de migraciones de Polonia sellan nuestros pasaportes sin hacer preguntas. La cosa cambia del lado ucraniano donde el ejército, por obvias razones, ejerce un estricto control de todo lo que entra y sale de sus fronteras. La inspección duró cuarenta minutos y continuamos hacía la ciudad de Lviv, principal centro de recepción de los desplazados que presentían que las normas de la Convención de Ginebra y los sagrados derechos humanos en una guerra no impiden la crudeza. El viaje se hace más largo por los checkpoint de militares y cilviles organizados para la defensa del país. Desde el micro, que no sobrepasa los sesenta kilómetros por hora, apenas se observa la inmensidad de la noche y pueblos a oscuras. Los niños duermen, solo se oye el ruido del motor.
La estación de Lviv es mas pequeña que la del barrio porteño de Constitución y menos moderna, aunque a pesar de su lúgubre aspecto, el viejo edificio que la cobija parece mejor conservado. La temperatura marca -3 grados, quedan veinte minutos para las dos de la madrugada y lo que se puede observar es apenas el decorado de una realidad mucho más terrible. Un joven soldado con la mirada extraviada descansa sobre su mochila, abrazado a su fusil. Posiblemente haya llegado del frente, donde la vida se manifiesta de una manera brutal. Militares que van y que vienen con armas de diferentes calibres, algunos tienen el rostro tapado por pasamontañas; pelotones de policías, con chalecos antibalas y ametralladoras; decenas de voluntarios, que se ocupan de asistir a los civiles que deambulaban como sonámbulos entre las carpas del campamento que se montó sobre una plaza para asistirlos.
Ni el frío ni el toque de queda impidieron que Narciso Contreras, un reportero gráfico mexicano que ahora trabaja para una agencia de noticias turca, venga a recibirme. Nos conocimos el 19 de noviembre de 2019 en Senkata, Bolivia. Aquel día presenciamos una masacre, cuando el ejército asesinó a diez jóvenes y dejó a decenas de heridos. Parece increíble que semejante tragedia pueda haber sellado la amistad que se traduce ahora en un prolongado abrazo por el reencuentro, en un escenario donde el miedo campea.
El mexicano es un hombre culto, de poco hablar. Aprendió que el horror también es parte de la realidad. Cubrió guerras. Se curtió en Irak, Líbano, Siria, entre otros conflictos. El año pasado habíamos quedado en juntarnos en Afganistán, pero ninguno pudo acudir a la cita. Ahora, buscamos subirnos a cualquier cosa que nos lleve a Kiev.
Narciso me dice que el cuarto que rentó se encuentra a unos trescientos metros de la estación donde nos encontramos, y que hay espacio para los tres. La tercera persona en cuestión es Silvia Risko, abogada argentina y especialista en derechos humanos que viaja para documentar la situación de los refugiados de esta guerra. “Con la intención de escapar de Rusia mi abuelo se anotó como mercenario para luchar en Paraguay. Llegó en barco a Buenos Aires y después se subió al tren que lo llevó hasta el noreste argentino, pero antes de cruzar la frontera conoció a una ucraniana y se casaron. Ella era mi abuela”, nos cuenta Silvia mientras caminamos.
Las sirenas que alertan un posible ataque aéreo interrumpen su relato punto. Nadie corre ni se desespera; todo el mundo se mueve con sigilo, cauteloso. Dos días antes, Rusia había dispardo misiles contra un centro de entrenamiento en el que había militares y civiles ucranianos, y también extranjeros. Fue en las afueras de Lviv, a unos quince minutos de donde ahora nos aprestamos a intentar dormir.
Por la mañana nos encontramos con nuestro primer contacto: Olexandra, una especialista en Relaciones Internacionales que aprendió el español en Perú, donde estuvo radicada durante un tiempo por cuestiones laborales. Tiene unos enormes ojos celestes, tez blanca, cabellos oscuros, está predispuesta para hablar y trae los labios pintados de un rojo opaco. Nos da un panorama general de la situación y nos asegura que es imposible alquilar un auto para ir a Kiev. Alguien ya nos había hablado de que podía conseguirnos uno con chofer, que descartamos de entrada por lo imposible del costo: 800 dólares sólo por dejarnos en las puertas de la capital ucraniana.
“Es muy triste, quienes nos atacan son nuestros vecinos, con los que tenemos vínculos históricos, hasta sanguíneos en algunos casos”, dice Olexandra. Nos relata que su hermano cumplió 28 años dos semanas antes de que Vladimir Putin ordenara la invasión, y que ahora se encuentra en un campo de adiestramiento militar, pero que mañana puede ir a parar a alguna de las tantas frías trincheras sembradas en la retaguardia de Irpin o Bucha. O, quién sabe, rumbo a Mariúpol o a Járkov, que es como ir al matadero. Ella no imagina a su hermano menor —que hace un mes daba clases de historia y música en una escuela secundaria— con la culata del fusil en el hombro, listo para abrir fuego. Ahora al maestro le toca matar, así de simple.
La noche llega en un abrir y cerrar de ojos, la temperatura cae en picada. Silvia prefiere no acompañarnos a la estación y nos despedimos en la puerta del cuarto alquilado. En la mochila llevo lo mínimo, el chaleco antibalas, la notebook, dos cámaras, un blíster de ibuprofeno y dos de aspirinetas, un tubo de redoxón, un par de medias térmicas, una remera de mangas largas, un bóxer y un libro de Stendhal, Rojo y Negro. Dos atados de Lucky Strike completan el equipaje.
El tren que nos llevará a Kiev es el más viejo y feo de los dos que se encuentran en el andén listos para salir. Entre los pasajeros hay de todo: militares de estirpe cosaca, mujer de combate, mercenarios de bajo perfil, jóvenes destinados a convertir el miedo en valentía y veteranos de la vida que habían conocido lo peor del régimen soviético. Entre estos últimos se encuentra Sergio, un ucraniano de Kiev de 76 años que habla un español cerrado y que por esas extrañas casualidades del destino a principios de los años 90 había visitado la provincia argentina de Misiones, mi lugar en el mundo.
En el camarote no hay más que cuatro literas y una pequeña mesa de unos treinta centímetros por unos sesenta, pegada a la ventana cerrada por una malla metálica. El mexicano toma una cucheta de arriba, y yo la otra. Sergio está en una de las de abajo y en la otra hay un hombre de unos treinta que comienza a roncar apenas la formación se echa a andar.
El viejo y Contreras se duermen pronto. Me siento como si estuviese en la cámara refrigerada de una morgue, con frío con miedo. De pronto escucho unos estampidos pesados que llegan de lejos. Cesa el sordo ruido de choques metálicos y el tren queda inmóvil. Al rato retoma la marcha. Lo mismo ocurrirá una vez más, hasta que el sueño vence al miedo.
Sergio me despierta para desayunar. Corre la persiana y la malla metálica. Amaneció, el de los ronquidos no está y mi compañero duerme. La mirada del viejo me recuerda a la de mi abuelo Renato, un italiano que había combatido en el norte de África en la Segunda Guerra, y que terminó preso de los alemanes en una mina ucraniana. Entra una señora que nos invita té. Sergio me ofrece un huevo duro y un sándwich con una gruesa feta de salame, que devoro con entusiasmo.
Un sol radiante entra por la ventana. Ninguno habla, sólo nos dejamos abrazar por el calor. De pronto, Sergio interrumpe el silencio y dice, como quien lee una sentencia: “La primavera traerá sangre”.
En la estación de Kiev el viejo Sergio me despide con un extenso abrazo, me pasa con paciencia el número de su celular, y luego clava sus ojos sobre los míos y me aconseja. “Vea bien, oiga bien. Mire todo y preste atención a los sonidos. Vea bien, oiga bien”.
Contreras, como de costumbre, permanece silencioso e impasible, con sus cámaras colgando. Un colega ucraniano nos traslada a un suburbio de monoblocs grises, donde unos contactos nos prometieron hospedaje con internet y ducha caliente. Sobre la asediada Kiev ya han caído varios misiles, aunque el ejército ruso todavía se encuentra lejos. En las calles hay tensión, sobre todo en los retenes militares y de las guardias civiles de la defensa territorial. Trincheras en las plazas, bolsas de arena, muros, montículos de piedras, micros descuartizados, gomas, alambradas de púa. Cada tres o cuatro cuadras el escenario es similar. En esta ciudad todos parecen estar dispuestos a resistir hasta la última gota de sangre.
Los sótanos de los edificios y las cocheras se transformaron en refugios. Hileras de colchones en los pisos, cajas de alimentos y medicamentos, heladeras, camillas, garrafas, cocinas. Allí van los vecinos cuando el ruido de las sirenas se extienden más de lo normal. Los que más tiempo llevan ahí son los que no tiene a dónde ir, o los soldados que vuelven de sus puestos para descansar.
“Uno de mis axolotes murió cuando explotó la bomba, al otro lo salvé y lo puse en una bolsa con agua”, dice un niño de 12 años que se encontraba viendo televisión en su habitación del tercer piso de un edificio, cuando un misil destruyó el noveno y décimo piso. “Todos la sacaron muy barata, menos el abuelo del 9”, agrega Alina, una artista de teatro que ahora se gana el pan como fixer y me traduce del ucraniano al español por 100 dólares el jornal. Ahora el perro del hombre que había muerto está a cuidado del chico que perdió a uno de sus anfibios.
Mark dirige un teatro, es el único en todo Kiev donde las obras son en inglés. “Esto era un teatro, ahora es un refugio. Por las noches vienen a dormir unas treinta personas. También tenemos un sector para gatos”, dice mientras prepara un café. “Me gustaría volver a la normalidad. Alguien tiene que parar toda esta locura. Putin es un verdadero canalla”, reniega.
En la otra punta de la ciudad una señora llora desde la puerta de su casa, donde tres días antes murió su hija de 18, cuando un pedazo de mampostería que cayó del cielo le rompió la cabeza. El proyectil ruso había caído a unos 200 metros. Así son los bombardeos: un bingo. El número de muertos aumenta a cada hora, especialmente en los territorios ocupados por el ejército invasor, desde donde envían mensajes de texto, audios, fotos y videos que dan cuenta de ejecuciones, violaciones y otros salvajes ultrajes. “Mi prima me está contando que han fusilado a su esposo junto a otros cinco vecinos. Ella está en Irpin, escondida en una escuela”, cuenta en inglés una de las cocineras de un refugio.
A tres cuadras se encuentra el búnker desde donde se comanda parte de la zona noroeste de Kiev, lugar por el que cruza una ruta que va derecho a Irpin, destino al que queríamos llegar. Un mapa de Ucrania colgado sobre una pared marca los puntos rojos del momento: la artillería rusa sacudía Kramatorsk, en la región del Donbás; Járkov ya había sido tomada; y los marinos rusos asediaban desde el Mar Negro todo el sur del país, afectando a Nikoláyev, Odesa y Jerson. Al sureste, en la ciudad portuaria de Mariúpol, a orillas del mar de Azov, los combates continúan.
El militar de mayor graduación de la zona se muestra cortés, pero se niega a trasladarnos al frente de Irpin. El joven oficial que oficia de traductor explica que se está por llevar a cabo una operación de avanzada sobre el enemigo y que es muy peligroso. Que “hay que esperar unos días más”.
En este momento es difícil cubrir la totalidad del conflicto desde Kiev. Los militares y los integrantes de la fuerza territorial no permiten que se fotografíen o filmen las posiciones de la defensa ni a nada que lleve puesto uniforme, mucho menos sus armas. Tampoco se puede saber qué ocurre en los hospitales, o con los suministros y mucho menos en el frente de combate. En definitiva, el Gobierno, además de mantener el control de la prensa nacional, busca acotar el trabajo de los periodistas extranjeros limitándolos, en la mayoría de los casos, a lo que ocurre alrededor de sus hoteles y no más allá de lo que se encuentra en los lugares seguros de Kiev.
Al otro día me despido de Contreras. Pese a su insistencia no consigue que me quede. Me decía que hay que esperar para ir a Irpín, cuando yo creo que hay que entrar por otro lado. Alina me espera en un auto para llevarme a la estación, donde me subo a un micro que sale rumbo a Lviv. Nuevamente mujeres, de todas las edades, niños, bebés, ancianos, perros y gatos huyendo de la guerra. Me bajo del micro en la primera parada y no vuelvo a subir. Sí, necesito caminar, explorar otros terrenos.
Cuatro soldados ucranianos llegan antes del mediodía a Stoyanka, un pequeño poblado a unos nueve kilómetros de Irpin y a unos 14 del frente de Bucha, para buscar víveres. Están embarrados y se los ve exhaustos. Comen todo lo que pueden y vuelven a atravesar el llano campo por el que llegaron con un vehículo blindado tipo Kozak, y se marchan con bolsas de mercaderías y tres gansos recién degollados. Entonces, es cuestión de caminar sobre esas huellas y llegar hasta Irpin. La guerra no es estar, es moverte en ella, mirar bien, oír bien, como me había advertido días antes el viejo Sergio.
La ciudad de Irpin, al noroeste de Kiev, se ha convertido en uno de los símbolos de la resistencia ucraniana. Su población, de unos 60 mil habitantes, viene soportando constantes bombardeos de las fuerzas rusas, además de fuego de artillería y fuego de metralla despedidos en los combates entre ambos ejércitos, los más intensos en el entorno de Kiev.
Caminé durante casi dos horas sobre las huellas del blindado que transportaba a los cuatro soldados. Me sentí como un explorador tras las pistas de un tesoro perdido. Reinaba un silencio absoluto. Pensaba en mi abuelo Renato y en su guerra, en el viejo Sergio y su guerra, en los éxodos que moldearon la historia de la humanidad. Y como si nada de todo aquello hubiese servido para algo, este mundo egoísta sigue sin poder aprender a vivir en paz. En ésas estaba cuando un pelotón de soldados ucranianos me toma por sorpresa y apunta con sus fusiles. “I am a journalist. I am Argentine. Maradona, Messi, fútbol, soccer”, repito varias veces con las manos bien arriba. Luego de mostrar mi credencial de prensa otorgada por el ministerio de Defensa Ucraniano y el pasaporte, los soldados comienzan a reírse. Me tratan con respeto. En vano intento decirles que viajó a Irpin. El oficial a cargo designa a dos soldados para que me custodien hasta el mismo pueblo en el que me había bajado del micro. Caminamos sin prisa, a nuestras espaldas se escucha fuego de la artillería mecanizada, estampidas de obuses, y esporádicas ráfagas de metralla.
Una semana después los rusos se retiraron de Irpin dejando los vestigios de una verdadera masacre. Entró el ejército ucraniano y detrás llegaron los periodistas. Ya no había peligro. Su alcalde, Oleksandr Markushyn, estimaba que había más de tres mil civiles muertos, aunque aún podían verse por las calles cadáveres que no habían sido contabilizados. Durante las primeras semanas del asedio unos cinco mil residentes evacuaron la ciudad, los que pudieron escaparon luego. Poco mas de quinientas personas se quedaron, la mayoría ancianos.
Mientras los periodistas llegaban en oleadas a Irpin para testimoniar lo que había dejado una de las peores batallas de esta guerra, con Silvia Risko nos encontrábamos siguiendo el camino de los desplazados rumbo a la frontera con Polonia. Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados ACNUR), más de 4,32 millones de ucranianos tuvieron que abandonar el país como consecuencia de la guerra. El noventa por ciento son mujeres y niños. Se estima que dentro de Ucrania al menos, 7,1 millones de desplazados internos, es decir mas de 11,4 millones de personas se vieron obligadas dejar sus hogares tras la invasión rusa: aproximadamente Cuarta parte de la población nacional. Es la peor crisis de refugiados que sufre Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial.No logré llegar a Irpin, mucho menos a Bucha. Quien sí consiguió hacerlo, incluso antes de que llegara la ola de periodistas, fue Narciso Contreras. En buena hora, pinche mexicano cabrón. ∞
En el frente, de todas las nacionalidades
Los combatientes que defienden a Ucrania no sólo son de esta tierra invadida. La guerra aquí, “además de Trágica, es millonaria”. Así me lo explican cuatro militares peruanos que estaban tomando unos días de descanso en Leópolis, Lviv, antes de regresar al frente. No saben de dónde sale el dinero que se les va a pagar, tampoco les importa. Habían sido conectados a través de una firma estadounidense que se dedica a contratar a veteranos o exmilitares que buscan algo de aventura y una buena paga, aunque en eso les tenga que costar la vida.“Hay de muchos lados, de Brasil, chile, México, hasta de Argentina”, me dice uno de los peruanos. “Pero nosotros somos los mejores, pues claro”, agrega otro. En la estación de Kiev También me topé con un iraní que buscaba cambiarme dólares por grivnas, la moneda ucraniana. Era delgado, más bien bajo, fibroso, con dientes de fumador. “Prefiero estar de este lado, pagan menos, pero los rusos no me gustan”, dijo antes de ponerse una mochila que a simple vista pesaría algo más que él.
Una Ucrania que resiste, pero que se desangra lentamente
“Somos muy fuertes, no nos van a poder vencer. Podrán matar a miles, pero mientras haya un solo ucraniano de pie en nuestra nación va a seguir peleando por su libertad”, dice Olga. Tiene 92 años y dos de sus hijos la obligaron a dejar Irpin durante la primera semana de la guerra. Ahora se encuentra en Leópolis y asegura que no dejará el país y que sus cinco hijos se encuentran peleando en el frente. Ese es el espíritu que se respira por las calles de un pueblo asediado por los siempre sorpresivos misiles. Hasta el cierre de esta edición, la oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos confirmó que desde que inició la guerra han muerto 1.842 civiles, de los que casi 150 eran niños.Los civiles heridos, de acuerdo con los datos que el organismo de la ONU ha podido corroborar, son 2.493. La mayoría fueron alcanzados por armamento explosivo, tanto procedente de misiles como de bombardeos. Entre ellos, unos 250 son menores, según Naciones Unidas, que viene haciendo un conteo de las víctimas civiles de la guerra lanzada por Rusia, aunque reconoce que sus datos se encuentran muy por debajo de la realidad.
POSTALES
Ciudades tomadas. Las primeras fotografías de Irpin y Bucha fueron sacadas por los soldados ucranianos. Mientras las ciudades estaban tomadas por las tropas rusas, el acceso de la prensa fue imposible.