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ALEXANDER, UN NEONAZI ARREPENTIDO QUE BUSCA SU REDENCIÓN EN EL INFIERNO DE LA GUERRA

Se llama Oleksandr Levchenko y se crió y vivió en nuestro país, donde se lo conoce como El Rusito y aún permanecen su mujer y su hijo. Su imagen se mediatizó hace cinco años cuando la Justicia argentina lo condenó por ser parte de una organización que golpeó y amenazó a varias personas. Hoy, desde el frente de batalla entre Rusia y Ucrania, afirma arrepentirse de aquellas acciones, explica que “pelea por la libertad” de su tierra y planea un futuro cercano a las “tareas humanitarias”.

CRÓNICA DE GUERRA

Fue condenado en Argentina, combate en Ucrania y sueña con redimirse

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Por Fernando Oz

Alexander tercia su Kalasnikov en la espalda y prende un cigarrillo. Una espesa arboleda nos cubre en el corazón de una base de entrenamiento secreta del ejército ucraniano, a pocos kilómetros de la ciudad de Kiev. “No sé qué hacer, estoy podrido de todo esto”, dice mientras echa humo. Algo parecido me dijo tres días antes. Le gustaría estar en Argentina, pero ya no puede. Su pasado lo arrastró a un presente mucho más violento de lo que hubiese imaginado y ahora, a sus 27 años, se siente atrapado en un laberinto de odio, amor y muerte.

La guerra en Ucrania lleva casi cinco meses y da la imagen de ser todo un combatiente profesional, algo que se puede apreciar por tres detalles básicos: manipula el fusil con la precisión de un tirador avanzado, sus superiores y compañeros lo tratan con respeto, y no habla más de lo necesario. En estos tiempos son motivos más que suficientes para que el gobierno de Volodímir Zelenski lo mantenga vestido de uniforme.

“Hazte invisible, si vos los ves es porque ellos también te ven, jamás te quedes quieto en una ventana o en el marco de una puerta, no toques nada que te llame la atención, no pises los costados de la ruta, no utilices el celular”, me había sugerido apenas nos conocimos entre trincheras y bunkers.

Una docena de reclutas corren con fusiles y sin remera en una improvisada pista de combate. Se los ve exhaustos. Hace una hora que vienen haciendo lo mismo. Presumo que la temperatura debe ser de unos treinta grados o más. Son jóvenes, algunos muy jóvenes; lucen el pelo corto, sin casco ni cubrecabezas; dos de ellos llevan tatuados los mismos símbolos que utilizaban las tropas alemanas durante el Tercer Reich.

De fondo se oyen disparos, vienen del polígono que se encuentra en otro sector de la base militar: son tiros secos, espaciados, posiblemente de armas semiautomáticas, de caño corto, no más de tres o cuatro tiradores.

Le digo a Alexander que entre los reclutas hay chicos muy jóvenes. “Muchos de ellos van a morir apenas pisen en el frente, esto es una mierda”, me contesta sin mirarme antes de invitarme un cigarrillo. Al rato vuelve a hablar sobre su hastío y cuenta que anda con ganas de dedicarse a realizar tareas humanitarias, en lugar de estar combatiendo. Dice que puede ser útil salvando vidas. 

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Oleksandr (así se escribe su nombre real y su apellido es Levchenko) nació en Ucrania, pero se crió en Argentina, en Mar del Plata, a orillas del Atlántico. A los 18 años las fuerzas de seguridad lo pusieron en la mira por integrar una patota, neonazi que hacía pintadas y cada tanto terminaba a las trompadas. Alexander era skinhead. Lo apodaban El Rusito.

La violencia fue escalando y las pintadas de esvásticas creciendo, al igual que las víctimas y que el hastío de los vecinos del barrio La Perla, de la localidad balnearia. A raíz de la sumatoria de denuncias, en febrero de 2016, la entonces procuradora general Alejandra Gils Carbó dispuso la creación de un equipo de trabajo integrado por dos fiscalías federales de Mar del Plata para que intervengan en las causas que transmiten en ese distrito vinculadas con actos de discriminación.

La Justicia avanzó y el 3 de mayo de 2018 el Tribunal Oral Federal lo condenó a la pena de nueve años y seis meses de prisión por “tomar parte de una agrupación destinada a imponer sus ideas y combatir las ajenas por la fuerza o el temor, en concurso ideal por el delito de pertenecer a una organización y realizar propaganda basada en ideas o teorías de superación de una raza, religión o grupo étnico”.

En total hubo ocho acusados de entre 18 y 30 años. El caso tuvo una amplia cobertura mediática, los vecinos realizaron manifestaciones en contra de los skinheads y el fallo de los jueces Mario Portela, Roberto Falcone y Bernardo Bibel fue catalogado como histórico. Hasta se llegó a realizar un documental titulado El credo.

Aquel día, cuando se terminó de leer la sentencia, Alexander se escabulló entre los guardias a los empujones y logró abrazarse a su novia. “Cuando ocurrieron esos hechos, creo que El Rusito no había cumplido 21. No tenía ni idea lo que hacía, era un pendejo, andaba enojado con la vida, le vendieron el nazismo, después se metió a una tribu urbana con esa ideología. Ahora no puedo creer que esté en una guerra”, le dice a GENTE uno de sus amigos de la adolescencia.

A principios de marzo de 2021, la Dirección Nacional de Migraciones le quitó el permiso de permanencia en el país y la Justicia Federal autorizó su liberación del penal de Marcos Paz para que se inicie el proceso de extrañamiento (expulsión a través del Estado). Después de estar poco más de veinte años en Argentina, Oleksandr Levchenko, El Rusito, Alexander, volvió a Ucrania, junto a él estaba su pareja y su hijo.

La invasión rusa comenzó el 24 de febrero de 2022 y a las pocas semanas Alexander estaba cavando trincheras. Su entrenamiento fue rápido, combatió en Irpin, Bucha, realizó acciones en el Donetsk y en diferentes zonas de alta hostilidad. A estas alturas es todo un veterano.

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Sin saber, de entrada, sobre su pasado como integrante de una banda de neonazis, le pregunto por las acusaciones que hace Vladimir Putin sobre la presencia de batallones nazis en Ucrania y de sus discursos de la liberación del país. Su respuesta es sin vacilaciones: “Es una estupidez, una excusa realmente patética. Acá combate gente de todas las nacionalidades, de todas las religiones, de todas las razas, todos a la par por una idea sola que es la libertad”, se despacha.

Más tarde vuelvo sobre el mismo tema y hablo sobre los tatuajes. Alexander se ofusca: “Acá no hay cuestiones ideológicas o raciales. Acá hay un país que se está defendiendo de una invasión extranjera”. Intenta explicarme que hay muchos tipos de tatuajes, agrega que el presidente Zelenski es judío al igual que muchos de sus camaradas que llevan la estrella de David colgada al cuello, y destaca la valentía con la que combaten los musulmanes chechenos.

Como en otras guerras, en Ucrania también se combate contra parientes, contra vecinos. En las trincheras del sur y del este hay soldados ucranianos con primos, cuñados o amigos peleando del lado enemigo. Parte de la familia de Alexander vive en Rusia: uno de sus abuelos combatió con uniforme soviético.

—Hay rusos que tienen la cabeza lavada, vinieron a mi tierra a decir cómo vivir y a matar a civiles, vi a muchos civiles masacrados. Mi abuelo creía en una Ucrania libre pero adentro de la Unión Soviética, después se puso en contra del régimen…—, señala.

No entiendo qué haces acá, tenés un hijo —, le comento.

Yo no sabía que iba a pasar todo esto. Apenas comenzó la guerra lo primero que hice fue sacar a mi mujer y a mi hijo. Yo estoy defendiendo a mi país. No sé qué haces vos acá, además es la segunda vez que venís, por lo que me contaste —, parece desafiarme, clavándome una mirada seria que sostiene durante unos segundos, sin pestañear para luego ensayar una suave y triste sonrisa, que devuelvo.

La mayoría de los soldados ucranianos que marchan al frente no superan los treinta años. Los vi partir, también en los hospitales, en las improvisadas morgues y en los entierros. Ahora están aquí, en este campo de entrenamiento. Algunos no llegan a los 18 años. Le pregunto a Alexander que sintió la primera vez que tuvo que disparar en situación de combate, supongo que todos deben haber sentido más o menos lo mismo. “Pura mierda”, contesta.

Al fin y al cabo, los combatientes se terminan pareciendo. Hay un punto en el que no luchan por una bandera, por una ideología, por la patria, ni siquiera por una porción de terreno. Lo hacen para defenderse, para sobrevivir. No hay malos ni buenos, hay grises, rostros uniformes, sombras, explosiones, frío, calor, hambre, fuego, dolor, rabia, cólera. En las trincheras no hay más que seres humanos. 

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Dos días después, Alexander aparece poco antes del mediodía con el rostro desencajado, parece preocupado. Es verdad que lo único que lo relaja son las llamadas que recibe desde Buenos Aires de su esposa e hijo; un niño igual a él, por lo que pude ver de unas fotografías que me había mostrado desde su celular, que, por razones de seguridad, pocas veces lleva encendido.

No quise preguntar qué lo inquietaba. Nos sentamos en unas bancas de madera y fumamos en silencio. Al rato cuenta que ha sido comisionado para una tarea de sabotaje al otro lado de las líneas enemigas. No brinda detalles: en la guerra la información es más escueta que en tiempos de paz. Pienso que tal vez la misión sea para el frente este, donde los soldados de infantería se mueven como sombras entre los escombros esculpidos por la artillería rusa y los modernos drones practican cacería nocturna.

Intento convencerlo para que busque alguna forma de ayudar a su país desde su segunda patria, Argentina. “Me gustaría, pero no puedo volver, tengo la entrada prohibida por unos problemas que tuve, me dieron una condena en una causa”, apunta como preámbulo a su versión de los hechos sobre el caso de los neonazis que aterrorizó Mar Del Plata y encendió las alarmas de la comunidad judía y de toda la sociedad.

“Hay muchas cosas de las que estoy arrepentido, entiendo que me equivoqué, pero ya no puedo volver atrás. Ahora estoy acá, me toca pelear, no tengo otra opción, a nadie le gusta la guerra, es una mierda”, repite la palabra con resignación mientras se concentra en un nuevo cigarrillo. En la guerra el tabaco parece ser el único consuelo. Me pregunto si no hubiese preferido cumplir su condena antes de estar viendo tanta sangre. No me animo a decírselo.

La última vez que nos vimos fue en el funeral de uno de sus jefes, Oleg Ivanovich Kutzin, un veterano de 56 años que había muerto en una posición defensiva en Jersón, al sur del país, durante un ataque con misiles del ejército ruso. La foto es la que abre esta nota.

Le comenté que quería llegar hasta Lysychansk antes que se cierre el cerco y me dice que posiblemente partan en unos días para prestar apoyo en una defensa cercana. Aprovecho la ocasión y le pido que le diga a su comandante que me permita acompañarlos. Promete hacer la consulta y me extiende su mano con un apretón cálido y franco. Los dos sabemos que existe la posibilidad de que jamás volveríamos a vernos. Son las reglas y las aceptamos.

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Hace semanas que Oleksandr Levchenko, El Rusito, Alexander, el violento, el nazi arrepentido, el pibe que se encuentra cansado de la guerra, no recibe los mensajes que le envío a su celular. Observo en el mapa los últimos ataques y el avance de las fuerzas rusas. Aunque la base en la que nos conocimos sigue intacta no fue golpeada ni de cerca, no sé nada de él. La guerra es un lugar incierto, un collage de rostros difusos que regresan por la noche, un retazo de historias quizá inconclusas para siempre. 



Donbass en manos rusas: 

MUCHO MÁS QUE LA CAÍDA DE UNA REGIÓN 

Las tropas rusas tardaron menos de un mes para tomar Sievierodonetsk, una de las ciudades clave de la región de Lugansk. La resistencia ucraniana se atrincheró en Lysychansk, a la espera de refuerzos que nunca llegaron. “Nos hubiésemos evitado mucha sangre si entregábamos Donbass y reforzábamos una nueva línea de frontera”, reflexiona entre dientes un joven oficial que se pasó dos semanas juntando hiel en Dnipro a la espera de órdenes.

Lo mismo opina un civil sordomudo que viajaba a Varsovia para luego tomar un vuelo a Berlín: “La mayor parte de la población de la región de Donbass son prorrusos, sí se los dejaba libres se evitaba la guerra”, escribió en el traductor de su celular. 

¿Si la mayor parte de la población del Donbass son prorusos, por qué motivo huyen hacia el oeste y no hacia la frontera rusa? Primero porque tienen más miedo a los soldados rusos que a sus compatriotas ucranianos, y segundo porque prefieren ser refugiados en cualquier país de la Comunidad Europea, antes que ser ciudadanos de segunda clase en Moscú o San Petersburgo.

La región de Donetsk y Luganska se encuentra en manos de Rusia. Con la caída del Donbass (región histórica, cultural y económica de Ucrania oriental) finaliza parte de una guerra que no comenzó el 24 de febrero de 2022, tras la orden de invasión que impartió Vladimír Putin, sino que arrancó mucho antes, en 2014, cuando el Kremlin avanzó con su expansión sin la necesidad de tirar un solo tiro, sino financiando a los separatistas prorrusos.