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UCRANIA: ¿POR QUIÉN LLORA ESTA MADRE…?

Se llama María tiene 64 años, vive en Ivano-Frankivsk, poblado del oeste de Ucrania, y hace tres meses se despidió de Bohdan, quien partió para buscar un futuro esperanzador lejos de la guerra. ¿Hacia dónde apuntan sus lágrimas? Una de las tantas historias sobre la guerra que acompañan nuestra cobertura desde allí.

LOS HIJOS DE LA GUERRA

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Por Fernando Oz

La última vez que María acarició el rostro de su único hijo fue pocos meses antes del inicio de la guerra, cuando el la visitó en su pueblo natal, Ivano- Frankivsk, un poblado del oeste de Ucrania. Luego de aquel breve encuentro de primavera, Bohdan regresó a Sumy, una de las primeras ciudades del este ucraniano en recibir el fuego del ejército ruso tras cruzar las fronteras y comenzar con la cruenta invasión ordenada por Vladimir Putin el 24 de febrero.

Bohdan escapó bajo tiro de artillería, con una mochila al hombro y mucho abrigo. Como otros tantos, corrió sin mirar atrás y logró alcanzar uno de los micros que trasladaban civiles y mascotas a zonas seguras. La primera posta de su odisea fue Lviv, a unos 140 kilómetros de la casa de su madre. No bien bajó del bus se comunicó con ella y discutieron un buen rato. La mujer de 64 años rogó a su hijo de 37 que abandonara el país; él quería verla, quedarse en el hogar en el que creció.

María, horrorizada por lo que pasaba, le dijo que estaba más cerca la frontera con Polonia, a 72 kilómetros, y que utilizara el certificado que lo exceptuaba de hacer el servicio militar, por razones de salud, firmado por el Ministerio de Defensa. Sus llantos y súplicas terminaron de convencerlo. Después de cruzar el puesto fronterizo, Bohdan pasó unos días en el centro de refugiados de Varsovia, hasta que consiguió una butaca en un vuelo humanitario. La mayoría de los ucranianos que escaparon de la guerra se quedaron en España, él cruzó el océano rumbo a Argentina.

El cielo surge azul y la radiante luz solar se colaba entre las blancas nubes, la estación de trenes de Lviv es un peregrinar de desplazados y soldados que van y vienen mirando al suelo. Allí me espera María. Sus hombros están cubiertos por el mismo pañuelo que tenía puesto el día que se tomó la última foto junto a su hijo. Nos abrazamos y comienza a llorar. Se sostiene de mi brazo y caminamos lentamente.

Me habla en ucraniano y yo simplemente repito “tak”, que en su idioma significa “sí”. Lo único que entiendo de lo que dice es lo que puedo suponer al ver la profunda tristeza que había en sus ojos. Lleva una cartera negra, grande, y una bolsa de plástico de nylon, dura, de esas que sirven para llevar cosas pesadas.

A unos trescientos metros entramos a una de las tantas cafeterías de mesas vacías; por esa zona el único lugar en el que la gente se apiña es en la plaza frente a la estación de trenes, donde las carpas montadas por diferentes organizaciones no gubernamentales ofrecen alimentos y bebidas calientes para los que llegan de las regiones del país a donde sólo van soldados, personal sanitario y periodistas.

María me cuenta que extraña mucho a su hijo, que es lo único que tiene, que su marido falleció hace algunos años, y se lamenta por los jóvenes de su pueblo que murieron en los distintos frentes de combate y por las miserias que acarrea la guerra. Todo eso lo sé gracias a una aplicación que bajé al celular que sirve para traducir texto y audio.

Ella no habla inglés, mucho menos español. Le pregunto si quiere ir a Argentina para estar con su hijo, y contesta que debe cuidar su casa y que se siente muy cansada para hacer un viaje tan largo.

El sol del mediodía pega con fuerza, a esa hora la calle Chernivetska hormiguea de gente y a diferencia de los primeros meses de la guerra se encuentra abierto el acceso de autos particulares. A la estación de Lviv, en Leópolis, no sólo arriban y parten trenes, también lo hacen líneas de tranvías, ómnibus de corta, mediana y larga distancia.

Le pregunto a María si quiere que pida el menú para almorzar, pero cuando extiendo la mano con el fin de acercar el celular a medio palmo de su boca para que el traductor capte con mayor afinidad su respuesta, las sirenas antiaéreas comienzan a sonar en toda la ciudad.

De este lado de Ucrania, el particular chillido de las alarmas que anuncian un posible bombardeo ya no hace mella en los nervios de los transeúntes, cada uno sigue en lo suyo como si nada, aunque los más prudentes se quedan estáticos mirando al cielo y parando las orejas hasta que el ensordecedor sonido se termine. Desde que Putin inició la guerra, casi cinco meses antes de mi encuentro con María pocos fueron los ataques sobre Lviv y todos fueron en las afueras de la urbe. El más trágico que recuerdo sucedió el 18 de abril cuando cuatro misiles impactaron sobre un objetivo militar, pero también destruyó infraestructura civil, arrancándoles la vida a once personas, entre ellas un niño.

Ya no hay sirenas de fondo y la camarera llega con un menú encuadernado en madera, María ni lo toma y pide un capuchino. Lo mismo había pedido su hijo el pasado 8 de mayo durante su primera salida por el centro porteño, después de una larga noche de whisky y relatos sobre el extenso conflicto entre Ucrania y Rusia, que había comenzado ocho años antes que a Putin se le ocurriera invadir la tierra cosaca. Fue un proceso largo en el que Rusia apoyo con dinero, armas, asesores militares y mercenarios a los rusofilos independentistas de Crimea y de la zona suroriental del país, donde el sector social predominante mantiene fuertes lazos con sus vecinos de frontera, los rusos, y se oponen a la idea de asociarse a la Unión Europea que fermentó en la región occidental de Ucrania durante las protestas del Euromaidán, a fines de 2013.

María bebe su capuchino en pequeños sorbos, con cierta timidez. Le digo que su hijo envía muchos cariños y que me pide que le entregue un presente para que supiese que en Argentina se encuentra bien. Abre sus ojos todo lo que puede, se mantiene sin pestañear, extiende una sonrisa, parece una niña esperando abrir su regalo de Reyes. Le acerco un ejemplar de la revista GENTE en el que narramos la llegada y el destino inmediato de Bohdan, el primer refugiado ucraniano en el país austral.

Lo toma y descubre en la portada el rostro de María Becerra con una suerte de malla metálica en sobre su cabeza, debajo de su nombre se lee Generación indomable. La madre de Bohdan no entiende. Le explico —aplicación de traducción de por medio— que es una de las cantantes del momento en Argentina, que se inició en Facebook y luego se hizo youtuber, hasta que saltó a la fama y que la revista Billboard la considera como una líder del pop urbano latino. La señora de 67 años me mira sin comprender de qué le hablo. Se ríe, me río, nos reímos a carcajadas.

Unas mesas más allá cuatro soldados con desgastados uniformes de combate y borceguíes embarrados que acababan de sentarse nos miran y sonríen. Liane —o como se pronuncie—, la mesera que perdió a su marido hace dos meses en Jarkov, también ríe. Nadie entiende de qué nos reímos, pero todos los que estamos en la cafetería nos reímos, porque en la guerra la risa también es contagiosa.

Decido terminar con el misterio, tomo el ejemplar, busco el artículo y le muestro a María las fotos de su hijo en Buenos Aires. Sus ojos se iluminan, sonríe en silencio, pasa las páginas una y otra vez, como si las acariciara. “Dyakuyu, dyakuyo, dyakuyo, dyakuyo”, repite, llevando la revista con las dos manos a su pecho, como si abrazara a su único hijo a la distancia. “Dyakuyo” significa “gracias”. Entonces ella guarda con delicadeza el ejemplar en su cartera negra.

Liane retira las dos tazas vacías de la mesa y María se larga a llorar. “No esté triste. Bohdan está bien, vive en una provincia que se llama Misiones donde está la comunidad ucraniana más grande de Argentina”, escribo en el traductor y se lo muestro. Ella me mira sin consuelo. Intento explicarle que en Misiones hay unos 22 mil descendientes de ucranianos, nietos y bisnietos de inmigrantes que habían llegado escapando de los bolcheviques, de los nazis y luego de las masivas deportaciones del régimen soviético.

No sé qué más hacer y decido llamar a Bohdan: “Hello. I’m with your mother and she’s sad. Talk to her for a minute” (“Hola. Estoy con tu madre y ella está triste. Habla con ella un minuto”). Y lo hacen un ratito.

Una vez que cuelga, a ella se la nota más tranquila. Entonces le pregunto si le gustaría que su hijo regrese a Ucrania. Me contesta en voz pausada que no hasta que la guerra termine. Para que se entienda y quede claro, señala: “Prefiero que los rusos me maten antes que lo maten a mi hijo”.

Ya es tarde y María tiene que volver a Ivano-Frankivsk. Caminamos de regreso a la estación donde tomará el micro. El cielo, que era celeste, ahora es gris. Al llegar me entrega la bolsa de nylon dura y me pide que se la dé a Bohdan cuando regrese a Argentina. Le digo que la dejaré unos días en el guarda equipaje del hotel porque debo viajar al este. La señora se enoja, hace un ademán como si estuviera disparando con un fusil, ruega que no viaje a esa zona y me advierte que los “orcos” —así llaman los ucranianos a los rusos— me matarán. Nos abrazamos y la ayudo a subir al micro.

Ella se sienta en la tercera fila, del lado de la ventanilla que da al andén. Con nuestros saludos a mano alzada, el ómnibus arranca. Yo pienso en que ella ya tiene la revista que le envió su hijo y que ahora debo entregarle la bolsa a Bohdan. Un mensajero, un chasqui. Pienso en el frente Este, a la complicada primera línea, el ground zero. Prendo un cigarrillo cuyo humo se evapora igual que la imagen del micro de María en la ruta ucraniana.