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Por Fernando Oz
Se llama Serhy, dice que tiene 12 años, aunque aparenta más, y es uno de los tantos niños que quedaron atrapados en la línea de fuego entre las tropas rusas y ucranianas. Ahora sobrevive como puede en una de las tantas ciudades marchitas a fuerza de misiles primero, artillería después, hasta la llegada de los drones, los mecanizados con la infantería detrás para terminar la faena.
Llegó a lo que quedaba de un centro comercial en la ciudad de Irpin, a media mañana, en monopatín y con una mochila al hombro. Busca entre los escombros cualquier cosa que no esté dañada para vender o canjear. “There are things here that are useful. They are good for business”, (“Aquí hay cosas que son útiles. Son buenas para los negocios”), me dice con el ceño fruncido y una lucidez asombrosa.
Camina con sigilo, se toma su tiempo y antes de meter algo en su mochila lo examina con cuidado. Cuando observa algo raro, retrocede sobre sus pasos algunos metros, toma una piedra y la tira sobre el objeto que le llamó la atención. Seguramente alguien le enseñó que los rusos, antes de abandonar algunas posiciones, plantaron trampas caza bobos.
La guerra es un lugar muy turbio donde se aprenden muchas cosas, donde se vive todo de una manera muy intensa, donde aflora el instinto de supervivencia como en ningún otro. Serhy lo sabe, y allí va él, en su monopatín, con su mochila llena. ∞